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-Vagón de Gran Clase,
compartimento número ocho.
-¿Estás segura?
Le mostré el
billete.
-Perfecto. Te
acompaño.
-No es necesario, de
verdad.
No me hizo
caso.
A las maletas con las
que llegué a Lisboa se le habían unido varias sombrereras y dos
grandes bolsones de viaje cargados de caprichos; todo había salido
aquella tarde anticipadamente desde el hotel. El resto de las
compras para el taller irían llegando a lo largo de los días
siguientes enviadas directamente desde los proveedores. Como
equipaje de mano, me quedó sólo un maletín con lo necesario para
pasar la noche. Y con algo más: el cuaderno de dibujo cargado de
información.
Manuel, nada más
bajar del coche, insistió en llevar el maletín.
-Apenas pesa, no hace
falta -dije intentando no desprenderme de él.
Perdí la batalla
antes de empezarla, sabía que no podía insistir. Entramos en el
vestíbulo como la pareja más elegante de la noche: yo envuelta en
todo mi glamour y él portando sin saberlo las pruebas de su
traición. La estación de Santa Apolonia, con su aspecto de gran
caserón, acogía el gota a gota de viajeros con destino nocturno a
Madrid. Parejas, familias, amigos, hombres solos. Algunos parecían
dispuestos a marchar con la frialdad o la indiferencia de quien se
aleja de algo que no le ha dejado mella; otros, en cambio,
derramaban lágrimas, abrazos, suspiros y promesas de futuro que tal
vez nunca iban a cumplir. Yo no encajaba en ninguna de las dos
categorías: ni en la de los desapegados, ni en la de los
sentimentales. Mi naturaleza era de otro tipo. La de los que huían;
la de aquellos que ansiaban poner tierra por medio, sacudirse el
polvo de las suelas y olvidar para siempre lo que dejaban
atrás.
Había pasado la mayor
parte del día en mi habitación preparando el regreso.
Supuestamente. Descolgué la ropa de las perchas, vacié los cajones
y lo guardé todo en las maletas, sí. Pero aquello no me ocupó
demasiado; el resto del tiempo que pasé encerrada lo dediqué a algo
más trascendente: a trasladar a miles de pequeños pespuntes
esbozados a lápiz toda la información que capté en la quinta de Da
Silva. La tarea me llevó horas infinitas. Empecé con ella nada más
regresar al hotel entrada ya la madrugada, cuando aún mantenía
fresco en la mente todo lo escuchado; había tantas decenas de
detalles que una gran parte corría el peligro de diluirse en el
olvido si no lo anotaba inmediatamente. Apenas dormí tres o cuatro
horas; en cuanto me desperté, me dispuse a completar el trabajo. A
lo largo de la mañana y de las primeras horas de la tarde, dato a
dato, apunte a apunte, vacié mi cabeza sobre el cuaderno hasta
conformar un arsenal de mensajes breves y rigurosos. El resultado
lo componían más de cuarenta supuestos patrones plagados de
nombres, cifras, fechas, lugares y operaciones, acumulados todos
entre las páginas de mi inocente cuaderno de dibujo. Patrones de
mangas, de puños y espaldas, de cinturillas, talles y delanteros;
perfiles de partes y secciones de prendas que nunca iba a coser,
entre cuyos bordes se escondían los entresijos de una macabra
transacción comercial destinada a facilitar el avance demoledor de
las tropas alemanas.
A media mañana sonó
el teléfono. La llamada me sobresaltó, tanto que una de las rayas
telegráficas que estaba marcando en ese mismo momento se convirtió
en un trazo brusco y torcido que después hube de borrar.
-¿Arish? Buenos días,
soy Manuel. Espero no haberte despertado.
Estaba bien
despierta: duchada, ocupada y alerta; llevaba varias horas
trabajando, pero desfiguré la voz para sonar adormilada. Bajo
ningún concepto debía dejarle entrever que lo que vi y oí la noche
anterior me había provocado una catarata de actividad
irrefrenable.
-No te preocupes,
debe de ser ya tardísimo… -mentí.
-Casi mediodía. Sólo
llamaba para darte las gracias por asistir a mi reunión de anoche y
por portarte como lo hiciste con las esposas de mis amigos.
-No hay nada que
agradecer. Fue una noche muy agradable para mí también.
-¿Seguro? ¿No te
aburriste? Ahora me arrepiento de no haberte prestado un poco más
de atención.
Cuidado, Sira,
cuidado. Te está tanteando, pensé. Gamboa, Marcus, el sombrero
olvidado, Bernhardt, el wolframio, la Beira, todo se acumulaba en
mi cabeza con la frialdad de un cristal helado mientras yo seguía
impostando una voz despreocupada y llena aún de sueño.
-No, Manuel, no te
preocupes, de verdad. Las conversaciones con las esposas de tus
amigos me mantuvieron muy entretenida.
-Bueno, ¿y qué tienes
previsto hacer en tu última jornada en Portugal?
-Nada en absoluto.
Darme un largo baño y preparar el equipaje. No pienso salir del
hotel en todo el día.
Esperaba que esta
respuesta le complaciese. Si Gamboa le había informado y él suponía
que yo me veía con algún hombre a sus espaldas, tal vez mi
prolongada permanencia entre las paredes del hotel le hiciera
despejar las sospechas. Obviamente, mi palabra no iba a serle
suficiente: ya se encargaría él de que alguien tuviera vigilada mi
habitación y quizá controlara también las llamadas telefónicas,
pero, a excepción de él mismo, no tenía intención de hablar con
nadie más. Sería una buena chica: no me movería del hotel, no
usaría el teléfono y no recibiría ninguna visita. Me dejaría ver
sola y aburrida en el restaurante, en la recepción y en los salones
y, a la hora de marcharme, lo haría a ojos de todos los clientes y
empleados acompañada tan sólo por mi equipaje. O eso pensaba hasta
que él me propuso otra cosa.
-Te mereces un
descanso, claro que sí. Pero no quiero que te vayas sin despedirme
de ti antes. Déjame que te acompañe a la estación, ¿a qué hora sale
tu tren?
-A las diez
-repliqué. Malditas las ganas que tenía de volver a verle.
-Pasaré por tu hotel
a las nueve entonces, ¿de acuerdo? Me gustaría poder hacerlo antes,
pero voy a estar todo el día ocupado…
-No te preocupes,
Manuel, a mí también me llevará tiempo organizar mis cosas. Mandaré
el equipaje a la estación a media tarde, después te esperaré.
-A las nueve
entonces.
-A las nueve estaré
lista.
En lugar del Bentley
de Joao, hallé un flamante Aston Martin deportivo. Sentí un nudo de
angustia cuando comprobé que el viejo chauffer no aparecía por ningún sitio: la idea de
que estuviésemos a solas me causaba intranquilidad y rechazo. A él,
aparentemente, no le pasaba lo mismo.
No observé ningún
cambio en su actitud hacia mí, ni mostró la menor señal de
suspicacia: estuvo como siempre, atento, ameno y seductor, como si
todo su mundo girara alrededor de aquellos rollos de hermosas sedas
de Macao que me mostró en su despacho y nada tuviera que ver con la
obscena negrura de las minas de wolframio. Recorrimos por última
vez la Estrada Marginal y atravesamos veloces las calles de Lisboa
haciendo volver las cabezas de los viandantes. Entramos en el andén
veinte minutos antes de la salida, él insistió en subir conmigo al
tren y acompañarme hasta el compartimento. Recorrimos el pasillo
lateral, yo delante, él detrás, apenas a un paso de mi espalda,
cargando aún mi pequeño maletín en el que las pruebas de su sucia
deslealtad se mezclaban con inocentes productos de aseo, cosméticos
y lencería.
-Número ocho, creo
que hemos llegado -anuncié.
La puerta abierta
mostraba un compartimento elegante e impoluto. Paredes forradas de
madera, cortinas descorridas, el asiento en su sitio y la cama aún
sin preparar.
-Bueno, mi querida
Arish, ha llegado la hora de la despedida -dijo mientras dejaba el
maletín en el suelo-. Ha sido un verdadero placer conocerte, no me
va a resultar nada fácil acostumbrarme a no tenerte cerca.
Su afecto parecía
auténtico; tal vez mis conjeturas sobre la acusación de Gamboa
carecieran al final de fundamento. Tal vez me había alarmado
exageradamente. Tal vez nunca pensó en decir nada a su patrón y
éste aún mantenía sin fisuras su aprecio por mí.
-Ha sido una estancia
inolvidable, Manuel -dije extendiendo las manos hacia él-. La
visita no ha podido ser más satisfactoria, mis clientas van a
quedar impresionadas. Y tú te has ocupado de hacerlo todo tan fácil
y grato que no sé cómo agradecértelo.
Me agarró las manos y
las retuvo cobijadas en las suyas. Y a cambio recibió la más
esplendorosa de mis sonrisas, una sonrisa tras la cual se escondían
unas ganas inmensas de que cayera el telón de aquella farsa. En
apenas unos minutos el jefe de estación tocaría su silbato y
bajaría la bandera, y el Lusitania Express empezaría a rodar sobre
los raíles y a alejarse del Atlántico rumbo
al centro de la Península. Atrás, para siempre, quedarían Manuel da
Silva y sus macabros negocios, la alborotada Lisboa y todo aquel
universo de extraños.
Los últimos viajeros
subían al tren apresurados, cada pocos segundos teníamos que
cederles el paso apoyándonos contra las paredes del vagón.
-Será mejor que te
vayas, Manuel.
-Creo que sí, que
tengo que irme ya.
Había llegado el
momento de acabar con aquella pantomima de despedida, de entrar en
el compartimento y recobrar mi intimidad. Sólo necesitaba que él se
evaporara, todo lo demás estaba ya en orden. Y entonces,
inesperadamente, noté su mano izquierda en mi nuca, su brazo
derecho rodeándome los hombros, el sabor cálido y extraño de su
boca en la mía y un estremecimiento recorriéndome el cuerpo de la
cabeza a los pies. Fue un beso intenso; un beso poderoso y largo
que me dejó confusa, desarmada y sin capacidad de reacción.
-Buen viaje,
Arish.
No pude contestar, no
me dio tiempo. Antes de encontrar palabras, se había ido.