62

    
    -Vagón de Gran Clase, compartimento número ocho.
    -¿Estás segura?
    Le mostré el billete.
    -Perfecto. Te acompaño.
    -No es necesario, de verdad.
    No me hizo caso.
    A las maletas con las que llegué a Lisboa se le habían unido varias sombrereras y dos grandes bolsones de viaje cargados de caprichos; todo había salido aquella tarde anticipadamente desde el hotel. El resto de las compras para el taller irían llegando a lo largo de los días siguientes enviadas directamente desde los proveedores. Como equipaje de mano, me quedó sólo un maletín con lo necesario para pasar la noche. Y con algo más: el cuaderno de dibujo cargado de información.
    Manuel, nada más bajar del coche, insistió en llevar el maletín.
    -Apenas pesa, no hace falta -dije intentando no desprenderme de él.
    Perdí la batalla antes de empezarla, sabía que no podía insistir. Entramos en el vestíbulo como la pareja más elegante de la noche: yo envuelta en todo mi glamour y él portando sin saberlo las pruebas de su traición. La estación de Santa Apolonia, con su aspecto de gran caserón, acogía el gota a gota de viajeros con destino nocturno a Madrid. Parejas, familias, amigos, hombres solos. Algunos parecían dispuestos a marchar con la frialdad o la indiferencia de quien se aleja de algo que no le ha dejado mella; otros, en cambio, derramaban lágrimas, abrazos, suspiros y promesas de futuro que tal vez nunca iban a cumplir. Yo no encajaba en ninguna de las dos categorías: ni en la de los desapegados, ni en la de los sentimentales. Mi naturaleza era de otro tipo. La de los que huían; la de aquellos que ansiaban poner tierra por medio, sacudirse el polvo de las suelas y olvidar para siempre lo que dejaban atrás.
    Había pasado la mayor parte del día en mi habitación preparando el regreso. Supuestamente. Descolgué la ropa de las perchas, vacié los cajones y lo guardé todo en las maletas, sí. Pero aquello no me ocupó demasiado; el resto del tiempo que pasé encerrada lo dediqué a algo más trascendente: a trasladar a miles de pequeños pespuntes esbozados a lápiz toda la información que capté en la quinta de Da Silva. La tarea me llevó horas infinitas. Empecé con ella nada más regresar al hotel entrada ya la madrugada, cuando aún mantenía fresco en la mente todo lo escuchado; había tantas decenas de detalles que una gran parte corría el peligro de diluirse en el olvido si no lo anotaba inmediatamente. Apenas dormí tres o cuatro horas; en cuanto me desperté, me dispuse a completar el trabajo. A lo largo de la mañana y de las primeras horas de la tarde, dato a dato, apunte a apunte, vacié mi cabeza sobre el cuaderno hasta conformar un arsenal de mensajes breves y rigurosos. El resultado lo componían más de cuarenta supuestos patrones plagados de nombres, cifras, fechas, lugares y operaciones, acumulados todos entre las páginas de mi inocente cuaderno de dibujo. Patrones de mangas, de puños y espaldas, de cinturillas, talles y delanteros; perfiles de partes y secciones de prendas que nunca iba a coser, entre cuyos bordes se escondían los entresijos de una macabra transacción comercial destinada a facilitar el avance demoledor de las tropas alemanas.
    A media mañana sonó el teléfono. La llamada me sobresaltó, tanto que una de las rayas telegráficas que estaba marcando en ese mismo momento se convirtió en un trazo brusco y torcido que después hube de borrar.
    -¿Arish? Buenos días, soy Manuel. Espero no haberte despertado.
    Estaba bien despierta: duchada, ocupada y alerta; llevaba varias horas trabajando, pero desfiguré la voz para sonar adormilada. Bajo ningún concepto debía dejarle entrever que lo que vi y oí la noche anterior me había provocado una catarata de actividad irrefrenable.
    -No te preocupes, debe de ser ya tardísimo… -mentí.
    -Casi mediodía. Sólo llamaba para darte las gracias por asistir a mi reunión de anoche y por portarte como lo hiciste con las esposas de mis amigos.
    -No hay nada que agradecer. Fue una noche muy agradable para mí también.
    -¿Seguro? ¿No te aburriste? Ahora me arrepiento de no haberte prestado un poco más de atención.
    Cuidado, Sira, cuidado. Te está tanteando, pensé. Gamboa, Marcus, el sombrero olvidado, Bernhardt, el wolframio, la Beira, todo se acumulaba en mi cabeza con la frialdad de un cristal helado mientras yo seguía impostando una voz despreocupada y llena aún de sueño.
    -No, Manuel, no te preocupes, de verdad. Las conversaciones con las esposas de tus amigos me mantuvieron muy entretenida.
    -Bueno, ¿y qué tienes previsto hacer en tu última jornada en Portugal?
    -Nada en absoluto. Darme un largo baño y preparar el equipaje. No pienso salir del hotel en todo el día.
    Esperaba que esta respuesta le complaciese. Si Gamboa le había informado y él suponía que yo me veía con algún hombre a sus espaldas, tal vez mi prolongada permanencia entre las paredes del hotel le hiciera despejar las sospechas. Obviamente, mi palabra no iba a serle suficiente: ya se encargaría él de que alguien tuviera vigilada mi habitación y quizá controlara también las llamadas telefónicas, pero, a excepción de él mismo, no tenía intención de hablar con nadie más. Sería una buena chica: no me movería del hotel, no usaría el teléfono y no recibiría ninguna visita. Me dejaría ver sola y aburrida en el restaurante, en la recepción y en los salones y, a la hora de marcharme, lo haría a ojos de todos los clientes y empleados acompañada tan sólo por mi equipaje. O eso pensaba hasta que él me propuso otra cosa.
    -Te mereces un descanso, claro que sí. Pero no quiero que te vayas sin despedirme de ti antes. Déjame que te acompañe a la estación, ¿a qué hora sale tu tren?
    -A las diez -repliqué. Malditas las ganas que tenía de volver a verle.
    -Pasaré por tu hotel a las nueve entonces, ¿de acuerdo? Me gustaría poder hacerlo antes, pero voy a estar todo el día ocupado…
    -No te preocupes, Manuel, a mí también me llevará tiempo organizar mis cosas. Mandaré el equipaje a la estación a media tarde, después te esperaré.
    -A las nueve entonces.
    -A las nueve estaré lista.
    En lugar del Bentley de Joao, hallé un flamante Aston Martin deportivo. Sentí un nudo de angustia cuando comprobé que el viejo chauffer no aparecía por ningún sitio: la idea de que estuviésemos a solas me causaba intranquilidad y rechazo. A él, aparentemente, no le pasaba lo mismo.
    No observé ningún cambio en su actitud hacia mí, ni mostró la menor señal de suspicacia: estuvo como siempre, atento, ameno y seductor, como si todo su mundo girara alrededor de aquellos rollos de hermosas sedas de Macao que me mostró en su despacho y nada tuviera que ver con la obscena negrura de las minas de wolframio. Recorrimos por última vez la Estrada Marginal y atravesamos veloces las calles de Lisboa haciendo volver las cabezas de los viandantes. Entramos en el andén veinte minutos antes de la salida, él insistió en subir conmigo al tren y acompañarme hasta el compartimento. Recorrimos el pasillo lateral, yo delante, él detrás, apenas a un paso de mi espalda, cargando aún mi pequeño maletín en el que las pruebas de su sucia deslealtad se mezclaban con inocentes productos de aseo, cosméticos y lencería.
    -Número ocho, creo que hemos llegado -anuncié.
    La puerta abierta mostraba un compartimento elegante e impoluto. Paredes forradas de madera, cortinas descorridas, el asiento en su sitio y la cama aún sin preparar.
    -Bueno, mi querida Arish, ha llegado la hora de la despedida -dijo mientras dejaba el maletín en el suelo-. Ha sido un verdadero placer conocerte, no me va a resultar nada fácil acostumbrarme a no tenerte cerca.
    Su afecto parecía auténtico; tal vez mis conjeturas sobre la acusación de Gamboa carecieran al final de fundamento. Tal vez me había alarmado exageradamente. Tal vez nunca pensó en decir nada a su patrón y éste aún mantenía sin fisuras su aprecio por mí.
    -Ha sido una estancia inolvidable, Manuel -dije extendiendo las manos hacia él-. La visita no ha podido ser más satisfactoria, mis clientas van a quedar impresionadas. Y tú te has ocupado de hacerlo todo tan fácil y grato que no sé cómo agradecértelo.
    Me agarró las manos y las retuvo cobijadas en las suyas. Y a cambio recibió la más esplendorosa de mis sonrisas, una sonrisa tras la cual se escondían unas ganas inmensas de que cayera el telón de aquella farsa. En apenas unos minutos el jefe de estación tocaría su silbato y bajaría la bandera, y el Lusitania Express empezaría a rodar sobre los raíles y a alejarse del Atlántico rumbo al centro de la Península. Atrás, para siempre, quedarían Manuel da Silva y sus macabros negocios, la alborotada Lisboa y todo aquel universo de extraños.
    Los últimos viajeros subían al tren apresurados, cada pocos segundos teníamos que cederles el paso apoyándonos contra las paredes del vagón.
    -Será mejor que te vayas, Manuel.
    -Creo que sí, que tengo que irme ya.
    Había llegado el momento de acabar con aquella pantomima de despedida, de entrar en el compartimento y recobrar mi intimidad. Sólo necesitaba que él se evaporara, todo lo demás estaba ya en orden. Y entonces, inesperadamente, noté su mano izquierda en mi nuca, su brazo derecho rodeándome los hombros, el sabor cálido y extraño de su boca en la mía y un estremecimiento recorriéndome el cuerpo de la cabeza a los pies. Fue un beso intenso; un beso poderoso y largo que me dejó confusa, desarmada y sin capacidad de reacción.
    -Buen viaje, Arish.
    No pude contestar, no me dio tiempo. Antes de encontrar palabras, se había ido.
    
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